06 noviembre, 2018

Irreconocible


Hoy me mudé, aunque no quería hacerlo. Empaqué todos mis libros, empaqué toda mi ropa. Zapatos, papeles y gafetes que no recordaba. Encontré un arete y varios pesos escondidos en el ropero y el librero. Encontré un libro que creía perdido. De fondo sonaba Queen, porque ayer vi la película y siempre es bueno volver a escucharlos. Guardé casi sin ver. Casi sin reflexionar. Un mero acto mecánico, una mera certeza de lo inevitable. Despegué de la pared el retrato que una de mis alumnas me hizo, de aquellos tiempos en que trabajé como la miss de literatura. En ese retrato tengo una sonrisa y notas musicales alrededor de la cabeza, me dibujó así porque siempre me escuchaba cantar. ¿Qué pasó en todo este tiempo? Me invade una sonrisa irónica cuando descubro que tal vez no pasó nada, no cambié, no crecí, no hice lo que pensé que haría. Los días se desplazaron sobre mí casi sin hacer mella. Pero entonces la Gabriela del espejo me devuelve la mirada: Ja, qué mensa eres, si estás irreconocible. 

Para qué enumerar lo que pasó,
yo sé lo que ha cambiado.

04 noviembre, 2018

Dar vueltas


Esperar a que llegue la idea. Dar vueltas. No escribir nada. O escribir mucho, pero borrarlo después. Seguir esperando a que llegue la idea, la que lo cambiará todo. La que será, ahora sí, la definitiva. La que iluminará el cerebro y, entonces, todos estos minutos, estos días, estos años habrán valido la pena. Pero la idea no llega, quizá nunca se aparezca por estos rumbos, quizá es la mentira que oscila sobre mí para mantenerme estática. La idea inexistente sobre la que todo gira.
Esperar a que llegue el amor. Dar vueltas. Besar mucho, pero luego decir que mejor no, que otro día, cuando el corazón se me acelere como según se me tiene que acelerar. Decir que no hay expectativas, pero tenerlas todas listas debajo del brazo, para cuando alguien aparezca y poder compararlo rápidamente con ellas. Cansarse. Pero el amor no llega, quizá nunca se aparezca por estos rumbos, quizá es la mentira que oscila sobre mí para sentirme menos sola. El amor inexistente sobre el que todo gira.
Esperar la muerte. Dar vueltas. Fingir que vivo o vivir plenamente, para luego volver al silencio. Tener certeza del vacío, de la nada. Me voy a morir. Me voy a morir, pero ¿cuándo?, ¿cómo? y ¿por qué me interesa tanto? O entender que no me interesa y que en la espera hallo la excusa perfecta para ponerme triste, para justificar la apatía, el desorden, el dolor. Pero la muerte no llega, no todavía, aunque un día se aparecerá por estos rumbos. Es la verdad que oscila sobre mí para darme dimensión. La muerte próxima sobre la que todo gira.

25 julio, 2018

De cuando me reencontré con un alma gemela


¿Creen en las almas gemelas? O, al menos, ¿creen en las almas? ¿Creen ustedes que no sólo somos cuerpo y mente, sino que también hay un espíritu dentro de nosotros que trasciende todo tiempo y espacio? ¿Que al morir nos elevamos a otra dimensión? ¿Que es posible reencarnar? Alguna vez me encontré con una persona que aseguraba ser un alma vieja y reconocer en los demás a quienes había conocido en otras vidas. No supo explicar el sentimiento que la embargaba cuando eso sucedía, pero decía que la certeza se extendía por cada parte de su cuerpo, que no había falla alguna. Me contó que un día, una de esas personas también la reconoció y ambas conversaron largo rato sobre la experiencia de vida que habían tenido en este plano. Intercambiaron aprendizajes. Probablemente esta es la última vez que reencarno, me aseguró y yo me estremecí. ¿Será verdad? ¿Qué número de vida he vivido entonces? Cuando comienzo a dar vueltas sobre esa idea, tengo la sensación de que no es la primera vez que vengo acá. Que ésta no es mi primera vida, pues. Y mi mente se divide entre: "Obviamente estás cayendo en la trampa de creer la charlatanería" y "Tiene tanto sentido, tú lo sabes". 
   Lo sé, sobre todo, porque en mi infancia me sucedió algo parecido a lo que me contó esta persona sobre reconocer viejos compañeros de otros tiempos. La primera vez que conocí a Leo (llamémoslo así) tuve la certeza de que no era la primera vez que lo veía. Y más intenso aún, cuando lo miré con detenimiento mi corazón se sobresaltó y una emoción de felicidad indescriptible me invadió por completo. Tuve una certeza: Yo lo amaba. No sabía nada de él, pero yo lo amaba. Y ese amor no era algo instantáneo que surgía de mi locura infantil, era algo profundo, antiguo, que no conseguía comprender. Algo que me sobrepasaba y que sólo con los años pude ir apaciguando, conociendo, entendiendo. 
   Me gustó la definición de alma gemela: aquella que no necesariamente encontrarás en todas tus vidas; pero que en definitiva, si coincides con ella, te trastocará para siempre. El siempre de las almas. El que te hace crecer, pues todo es continuo movimiento. El encuentro con un alma gemela implica un crecimiento espiritual inminente. Y algo más: no hay sólo un alma gemela porque al final todo se trata del amor. De sentir y manifestar amor con las más almas posibles. El amor entendido en su sentido más pleno y vital, la razón que mueve al mundo. Al menos eso es lo que afirman los que mantienen esta creencia. ¿Yo creo o no creo? Pienso que si creo en los fantasmas y en los extraterrestres, ¿por qué no voy a creer en las almas? Al final cada persona hace lo que quiere con su mente y pensar en estos temas siempre me alegra. 
   Hasta ahora no he vuelto a experimentar algo parecido a un reencuentro místico intenso con alguna alma. Pero sí que tengo la sensación de que ya conozco a varias personas de las que frecuento. Que las conozco de otro tiempo, pues. Bien raro. Y supongo que a todos les pasa. Es como con los déjà vu, que no nos ponemos de acuerdo en si es una trampa de la mente o un reconocimiento de otro tiempo. En fin, pensaba en todo esto antes de ir a dormir y me pareció importante compartirlo.

12 julio, 2018

Hablo conmigo en voz alta


Una vez salí con un chico que me gustaba mucho. Él manejaba y yo trataba de tranquilizar mis nervios. De fondo escuchábamos a los twenty one pilots, yo pensaba en mil cosas: ¿Volveremos a besarnos? ¿Cómo puedo hacer que dejen de sudarme las manos? ¿Por qué me gusta tanto? Ah sí, es porque es alto y es ingeniero y además le gusta leer. Porque se preocupa por los demás. ¿Qué libro estará leyendo ahorita? ¿Seguirá escribiendo? Me gusta cómo escribe. ¿Por qué me estoy poniendo nerviosa? Él debería ser el nervioso, está conmigo, ¡por fin!, después de tanto.
-Cálmate, Gabriela -dije en voz alta y me reí bajito.
-¿Qué dijiste? ¿Estás bien? -preguntó él mirándome con mucha extrañeza.
-Sí, sólo hablaba conmigo en voz alta.
-Fue muy raro.
-¿Tú no hablas contigo?
-Sí, pero nunca en voz alta -y dio por terminada la charla. Y aunque sonaban los twenty one pilots, el ambiente se puso extraño. Yo lo puse extraño porque ¡¿cómo que nunca hablaba consigo en voz alta?! ¿Y qué fue esa mirada? ¿Desconcierto? ¿Temor? Me estresé. Yo hablo todo el tiempo conmigo en voz alta. Hay pensamientos que comienzan a sonar en mi cabeza y luego, inevitablemente, me brotan de los labios. Es inconsciente. Inesperado. No es como que esté pensando y diga: Oh, esto debe decirse en voz alta. No. Sólo lo digo. A cualquier hora, en cualquier lugar. Y claro que he sido juzgada, pero generalmente no me importa. No me importa porque quienes me juzgan no me gustan, no me los quiero besar. ¡Pero él me gustaba mucho y ahora, con su comentario, lo había arruinado todo! ¿Cómo íbamos a tener citas si él se iba a asustar cada vez que un pensamiento me brotara de los labios? 
Bueno, sí, debo admitir que es un poco raro encontrar personas hablando solas. Pero sólo un poco. A mí no me parece muy extraño porque mi mamá se la pasa hablando sola todo el tiempo. De verdad. Un día, me acuerdo, yo estaba en la sala de mi casa y desde la cocina me llegaba la voz de mi mamá. Minutos y minutos de su voz. Luego fui por un vaso de agua y me di cuenta de que no había nadie con ella.
-¿Con quién hablaba? -yo le hablo de "usted" a mi mamá.
-Conmigo, es que debo ordenar muchas cosas -y se rió. ¡Se rió! Yo tenía como siete años y la risa de mi mamá me vino a afirmar que hablar sola, acaso, es sólo gracioso. Un detalle. Una particularidad. Y desde entonces lo hago. Pero lo hago porque supongo que salí como mi madre, no porque haya dicho: Oh, mira, se puede hablar sola, entonces hagámoslo. No. Así que era en verdad conflictivo que el sujeto éste viniera a arruinar nuestra historia de amor. Porque cómo es eso de "sí hablo conmigo, pero nunca en voz alta". ¿Cómo se hace eso? 
Hay lugares donde pongo especial atención en quedarme callada, por ejemplo, en el transporte público, donde tienes a personas muy cerquita de ti y si dices algo pues claro que pueden sacarse de onda. Pero, en general, dejo que las palabras fluyan. En silencio y en voz alta. A veces voy por la calle y se me salen comentarios porque tengo la sensación de que nadie me va a escuchar, pero luego resulta que alguien viene caminando detrás de mí. Y volteo y me mira y lo miro y luego me hago como que yo no produje esa voz y me río bajito. El otro día, en la calle, solté: ¡De verdad eres detestable! Porque de verdad a veces lo soy. Y entonces me percaté de que un niño se estaba asomando por la puerta de su casa y escuchó lo que dije. Le sonreí, pero él se pasó a meter con el rostro compungido. Ves, Gabriela, de verdad eres detestable, reafirmé ya en voz baja. ¿Por qué nunca se me ha salido un "eres increíble"? Podría hacerle el día a cualquier persona.
Bueno, el caso es que la cita quedó arruinada. Sentí que no podía estar con él, porque yo quiero estar con alguien que me deje hablar sola, que no se saque de onda ni se asuste. Es más, yo quiero estar con alguien que me aliente a manifestar todas mis ideas para ver qué forma tienen, porque casi siempre en la mente suenan de una forma y ya verbalizadas son otra cosa. Me gusta hablarme en voz alta, leer en voz alta, cantar. Y quiero alguien que me permita ese diálogo en voz alta conmigo misma, alguien a quien leerle mis pasajes favoritos del libro en turno, alguien a quien cantarle, suave, cuando amanezca.

25 marzo, 2018

No es un poema


Me gustas.
Quiero besarte.
Otra vez y otra vez.
Recorrer los kilómetros que hagan falta.
Sentirme entre tus brazos.
Compartir ideas.
Escucharte.
Y besarte, te digo.

No más.
No más.
¿Para qué si he de desaparecer pronto?
¿Para qué si estamos lejos?
¿Para qué? ¿Para qué?

Para sentir que el amor
permanece
a pesar de nosotros mismos.


Abril G. Karera
25 de marzo de 2018

12 febrero, 2018

La elegancia del pasado


"Pero si se teme el mañana es porque no se sabe construir el presente, y cuando no se sabe construir el presente, uno se dice a sí mismo que podrá hacerlo mañana y entonces ya está perdido porque el mañana siempre termina por convertirse en hoy, ¿lo entendéis?"



Ahora que leí La elegancia del erizo sentí que algo me faltaba. Estaban ahí las disertaciones de Paloma y Renée sobre la vida misma, sobre las máscaras que usamos, la banalidad a la que tanta importancia damos. Hablaban con pasión de la lectura, del arte de comerse un chocolate o de lo difícil que a veces resulta la filosofía. Paso a paso seguí el hilo de sus pensamientos y no dejaba de sentir el vacío en el pecho. Pero ¿qué es lo que me falta? Me preguntaba. Era evidente que la prosa de Muriel Barbery no es algo que encuentras a la vuelta de la esquina, en su lentitud hay cierto sosiego y gracia, pero no terminaba de convencerme. ¿Será porque ya vi la película? Me preguntaba preocupada. La vi hace mucho tiempo y no recordaba bien la trama, pero tenía presentes algunos episodios que cuando los encontré en la prosa, me parecieron fieles a lo que se narraba. 
La elegancia del erizo es la historia de Renée, una mujer muy culta que se hace pasar por una portera ignorante. Trabaja en un edificio de departamentos para ricos y, encajando perfectamente en el cliché de la gente con dinero, ni uno de los vecinos se percata de la mente aguda que cuida la entrada día tras día. Todo cambia cuando llega el señor Ozu y en tan sólo un intercambio de palabras, descubre lo que nadie ha podido: Renée es mucho más de lo que aparenta. Paralelamente se desarrolla la historia de Paloma, una niña de doce años que considera haber observado lo suficiente en la vida como para saber que no le espera un destino distinto al de los adultos que conoce y, por tanto, decide que la mejor manera de poner fin a esa agonía es suicidándose en su próximo cumpleaños. Por supuesto, aunque considera inamovible su decisión, otros pensamientos van floreciendo en ella después de entablar conversaciones con Renée y el señor Ozu.
Es la capacidad de observación lo que une a estos tres personajes. Paloma y su escrutinio diario hacia su familia; Renée y su contemplación a través de la ventana que le confirma día tras día que no pertenece a ese lugar, que su vida está en la lectura; y el señor Ozu que ya no tiene miedos y sí muchas ganas de apreciar lo que el mundo le ofrece. Y entonces intercambian puntos de vista, se muestran entre ellos sus pequeños grandes descubrimientos y forjan lo que considero lo más valioso de una amistad: la capacidad de escuchar al otro, de alentar y crecer con sus palabras. ¿Y entonces por qué siento que me quedó algo a deber esta historia?



Vi por segunda vez la película porque, de algún modo, quería revivir las emociones que tuve cuando la vi por vez primera, pero eso no sucedió. En esta segunda mirada me pareció, incluso, opaca. Veloz en la secuencia, pero lenta en la transformación de sus personajes. Renée no se parece a Renée debido a la ausencia de sus diatribas filosóficas que abundan en el libro y que no se asoman en la versión cinematográfica, sólo como que las intuyes. Y me di también cuenta de otra cosa, la vida ha cambiado por completo. Quiero decir, que cuando vi por primera vez la película estaba acompañada de un gran amigo y el intercambio de nuestras perspectivas honró el espíritu de la historia. A nuestra manera, convertidos en Renée, Paloma o el señor Ozu, comentamos las escenas, las ideas, las reacciones y nos pareció que nos mostraban algo. Cobró sentido para nosotros la elegancia del erizo, el arte de forjar un mundo y estar llenos de púas. Y aún recuerdo la emoción de haber llegado a un descubrimiento, el placer que embarga cuando tienes una charla más que satisfactoria. Y, sin embargo, ahora que leí el libro y volví a ver la película, eso no apareció.
Y más allá de que considero que Barbery insiste de más en ciertas ideas que vuelven cansada su prosa. Más allá de que considero ese final como uno de los mejores por inesperado, contundente y hermoso. Más allá de todas esas consideraciones, creo que hay momentos en la vida para encontrarse con ciertas historias. Esa conjunción de tiempo y acción es irrepetible, se goza sólo una vez. Y no es que en esta experiencia no haya podido llegar a nuevas conclusiones, es sólo que me faltó la compañía, el intercambio, esa soledad compartida de la que habla el libro y que se traslapó a la realidad casi inmediatamente. No sé mi explico. Hay historias que asociamos a personas y se vuelven incompletas cuando esas personas ya no están. Claro, puedo esforzarme en hallar otro brillo, otras ideas, pero será otra cosa, no lo que fue y que tan feliz me hizo; sólo otra cosa. Así pues le doy la razón a esta historia: "Quizá estar vivo sea esto: perseguir instantes que se mueren".

28 enero, 2018

No subrayo mis libros, pero los tiro

Fotografía tomada de El País


No subrayo mis libros.
No escribo en los márgenes.
No uso post-its.
Mucho tiempo pensé que eso me hacía una mala lectora. Ni siquiera podía excusarme diciendo que rayar libros estaba mal, porque no me lo parece.
Lo que sí hago es regalar mis libros favoritos o prestarlos mucho. 
Alguna vez intenté rayar mis ejemplares o señalar de alguna manera mis citas favoritas, pero fue algo que duró muy poco, si acaso diez lecturas. Y no era que me sintiera mal haciéndolo, sino que se me olvidaba.
Cuando encuentro alguna cita que me gusta, lo que hago casi siempre es tuitearla. O escribirla en mi diario. También intenté llevar una libreta de citas literarias, pero no llené más de dos páginas. Aunque eso sí, de mis lecturas en digital realmente disfruto subrayar lo que más me gusta, me parece tan sencillo de hacer que lo hago. Y no es que subrayar con pluma o lápiz no sea sencillo, sino que nunca cargo alguno porque la mayor parte del tiempo que dedico a leer lo consumo en el transporte público. Y con tanto movimiento, se vuelve difícil la maniobra. Y, sobre todo, se me olvida. Les digo que se me olvida.
Algo de lo que sí me jacto es que muchas veces los libros se me caen. Los tiro sin querer en el metro, al bajar de la combi o mientras leo en el jardín. Se me han caído libros en charcos y también han sido pisados por transeúntes o aplastados por las puertas del transporte público. A veces los dejo en mi regazo y se me olvida que los tengo ahí cuando me pongo de pie (una vez perdí uno de esa manera, ni siquiera me di cuenta cuando se me cayó). Entonces se azotan. Pobres de mis libros porque quedan manchados o con páginas lastimadas y me duele. Pero luego se me olvida. Y luego me acuerdo cuando los vuelvo a ver y siento una especie de emoción, algo como: "Ah, ese libro estuvo bien leído".
Eso sí, cuido con mi vida los ejemplares de otras personas porque conozco lectores que aman tanto sus libros que una sola mancha los pone mal. A mí no, la verdad. 
Creo que la relación que cada lector elige con sus libros es válida, cada quien va explorando y tomando lo que mejor le funciona. Yo pasé por varias etapas antes de decidir definitivamente que eso de subrayar mis ejemplares simplemente no se me daba. Y tengo amigos que también tuvieron un proceso para admitir que lo de ellos sí era escribir en los márgenes y cosas así. El chiste, pienso, es ir experimentando. No creo en la sacralización de los libros, es decir, no me parece que sean objetos intocables, así que si no los rayo es sólo porque no se me da. Pero igual respeto a los lectores que dicen: "Cuida con tu alma este libro porque es muy importante para mí, espera, mejor no te lo presto". 
¿Cómo vuelvo míos los libros? Leyéndolos. Y creo que nada más. Bueno, y maltratándolos sin querer... un poco... Los que más me gustan no duran mucho conmigo, me afano siempre en que más personas los lean.
Desde cuándo tengo ganas de hacer un libro viajero, ése sí lo rayaría porque es el chiste, reunir las impresiones de todos los lectores en sus páginas y luego revisarlo para disfrutar todo lo anotado. Un día me animaré.


Y tú, ¿cuál es tu relación con los libros? ¿Los subrayas? ¿Los cuidas mucho? Cuéntame, me alegrará leer lo que compartes.

22 enero, 2018

Nuevo ensayo

Hace ocho años y medio vine a vivir a la Ciudad de México para estudiar la Universidad. No tenía idea de lo que me esperaba y, aunque tenía un poco de miedo, era mayor mi emoción. Este blog me acompañó desde entonces. Funcionó como una especie de diario donde relaté vivencias con amigos y con amores, donde podía desahogarme cuando me sentía triste, sola o frustrada. Y luego... pues la vida siguió su camino y casi sin darme cuenta dejé de publicar mis escritos. Las cosas han cambiado muchísimo, por supuesto. Me mantengo en la ciudad casi de puro milagro. Tengo proyectos que antes sólo eran un sueño. Cosas así. En algún momento consideré seriamente borrar este blog o, al menos, no volver a escribir nunca más en él y archivarlo como un tesoro virtual, al que regresaría con los años como regreso a mis diarios de infancia. Pero no pude. Así que aquí estoy, otra vez. 

No pude borrar este blog porque tiene mucho de mí.
No pude porque a veces me sorprendo pensando: "Oh, esto podría escribirlo en el blog".
No pude porque Ensayos de Abril nació aquí.

Esta es una breve presentación para esta nueva etapa:

Hola, me llamo Gabriela, pero elegí el nombre de Abril a los diez años.
He encontrado tres palabras que me definen a la perfección: booktuber, onironauta y feminista.
Mi color favorito es el rojo.
Dos artistas que amo: Natalia Lafourcade e IU.
Ir sola al cine es una de mis actividades favoritas.
La comida asiática está en mi top de placeres.
No concibo la vida sin el baile y la cantada.
La seriedad habita mi rostro, pero soy chida.
Leer es mi vida.


¿Me cuentas algo de ti? Gracias por acompañarme en este nuevo ensayo.